domingo, 12 de septiembre de 2010

BOLETO A ULTRATUMBA

En medio de un escalofriante escenario, cinco amigos se disponen a hacer de unas horas, una noche difícil de olvidar. Cuerpos que se encuentran bajo suelo o apilados en fúnebres edificios blancos serán testigo de las emociones del grupo, tal vez serán las almas de estos cuerpos, ya sin vida, quienes se encarguen de que en esta fiesta no falte el terror. Bienvenidos.
 
San Isidro fue el lugar acordado para que todos se encontraran y empezaran la aventura del día: una visita nocturna al cementerio Presbítero Matías Maestro.

Gastón, Pancho, Eduardo, Franco y yo ¡Al lado de una tumba abierta!
Eran cinco amigos en busca de una nueva aventura y, por qué no, de una nota: Franco, el chico de la barba de tres días, llevaba un polo azul, una casaca ploma y jeans. Gastón, vestido de negro, como para la ocasión. Eduardo, “el negro”, usaba un suéter de rayas. Francisco, vestido con jeans y un suéter azul parecía ser el más miedoso del grupo. Cathi, la única mujer entre los cuatro hombres, parecía ser uno más de ellos.

Nadie sabía cómo llegar pero todos querían hacerlo. Tomaron un taxi que les cobró diez soles hasta la plaza Italia. Un poco caro, tal vez, pero en ese momento había más dinero que tiempo. Una vez en la plaza, una estampida de colegiales nocturnos iba en contra de los “turistas” que se sintieron amenazados y decidieron entrar a una bodega y esperar.
Mientras esperaban a “Maga”, quien llegaría con las entradas para el tour que harían en el interior del cementerio, decidieron tomarse una cerveza. Una “Trujillo”, para no ir contra el presupuesto de la noche.

Barrios Altos, siete y cincuenta de la noche de un jueves de septiembre… todos con boleto en mano se disponían a ingresar al cementerio, al museo Presbítero Maestro con la esperanza de salir con una historia para contar.
Una vez adentro, se toparon con un tumulto de gente que escuchaba la no tan melodiosa voz de un hombre recitando uno de los poemas más reconocidos del poeta peruano José María Eguren: “La niña de la lámpara azul”.
“En el pasadizo nebuloso, cual mágico sueño de Estambul” escuchábamos mientras que los numerosos pasadizos que atravesábamos desde el inicio del recorrido nos hacían creer que, en algún momento, podríamos perdernos entre los 766 mausoleos que alberga el lugar. No nos equivocamos. Por suerte nuestra, nos perdimos todos juntos, los cinco. O más bien decidimos perdernos, es decir, separarnos del grupo dirigido por el guía, ya que el tumulto era insoportable, no escuchábamos nada y temíamos no hacer el recorrido completo.
- Miren, por aquí está enterrado mi bisabuelo- les dije. Los demás no se mostraron muy entusiasmados que digamos, pero era comprensible. ¿A quién le interesa un muerto que no es el suyo?

Seguimos el recorrido ansiosos, como quien descubre un mundo nuevo en la parte trasera de su casa. La sorpresa al ver cada escultura, cada tumba labrada, cada mausoleo, era incomparable. Era excitante, un éxtasis colectivo.
El cementerio Presbítero M. Maestro tiene hoy doscientos un años de inaugurado – según Julio (el portero de turno) – por el Virrey José Fernando de Abascal.
- Sí señorita, este cementerio es bien antiguo, yo llevo mis buenos años trabajando acá- cuenta Julio con una sonrisa misteriosa, de esas que te contagian una alegría sin razón, este hombre de lentes y cabello negro parece ser amante de las noches solitarias, de las noches en la gran necrópolis.
Julio cuenta también que el Presbítero está dividido por pabellones, por pasadizos nebulosos. Tétricos, sombríos, capaces de espantar a cualquier visitante nocturno. A nosotros no.

Íbamos y veníamos, todos los pasadizos nos parecían conocidos, como si hubiéramos vivido ahí, como si ese fuera nuestro hogar y hubiéramos salido de nuestras camas – nichos, en todo caso - a mostrarles nuestra íntima morada a los visitantes del tour “Noches de luna llena”. Tal vez eso es lo que sienten las almas del cementerio – si es que sienten, claro – .
Yo me sentía como un alma en pena más. Qué fea sensación. Pero esa sensación iba desvaneciéndose a medida que aparecían las hermosas esculturas conmemorando a los más celebres personajes de Perú, a los personajes que día a día construyeron la historia. Que día a día construyeron el Presbítero con sus restos.
Miguel Grau, Larco Herrera, Daniel Alcides Carrión, el Gral. Prado, y el mismísimo ex presidente del Perú, Augusto B. Leguía nos dieron una cita para entrar en el que ahora es su hogar, para conocer un poco más de ellos y hacernos notar su importancia en la historia peruana. No es por nada que están todos ahí reunidos, son importantes, lo sabemos.

Pasábamos entre tumbas, nichos vacíos, estatuas y esculturas que parecían estar dispuestas a cobrar vida en cualquier momento. Asustaban a unos y encantaban a otros.
Yo no dejaba de tomar fotos, quería captar hasta el más mínimo detalle que me permitiera tener una sensación diferente esa noche. Mientras yo estaba increíblemente cómoda y fascinada con el lugar, no faltaba quien, de cuando en cuando, soltaba un grito descabellado, dejándose asustar por las inermes sombras de algún pájaro, gallinazo, escultura, o cualquier cosa que se le parezca.
– Ya chicos, hay que separarnos por un rato – dijo Franco. ¡Nooo! Qué miedo, gritaron los demás, pensando que si se encontraban solos podrían ser víctima de un espíritu maligno, temían ser poseídos. Qué ilusos.

Franco se sentía protegido, pues llevaba un escapulario camuflado bajo el polo azul. Eduardo también estaba preparado para ir en contra de algún espíritu que, eventualmente, se quisiera apoderar de él: tenía en la muñeca derecha una pulsera marrón con imágenes de Jesús. Gastón no se quedó atrás y, antes de salir de mi casa para ir al cementerio, decidió ponerse un rosario en el cuello. “Por si acaso”, dijo algo avergonzado.
Con todo esto, a alguien se le ocurrió ir contando historias de terror en el camino, en realidad nadie se asustaba, todos reían. Reían por nervios, tal vez. Mientras todos escuchaban las historias “de la vida real” que Pancho (Francisco) contaba, yo iba tomando fotos a cada nicho vacío que veía. Cada vez que veía solo restos de flores secas, basura y ese tipo de cosas, me sentía decepcionada. El último nicho vacío, la última foto antes de irnos, dije…

Todo parecía normal hasta que vimos la imagen plasmada en la pantalla de la cámara digital: Una cruz pintada en el fondo del nicho. Una cruz negra sobre un fondo blanco con las iniciales de la resignada frase “que en paz descanse”.
¿Quién habrá sido el valiente que se metió a pintar eso ahí?, me preguntaba. Me pregunto. No sé, realmente, qué es lo que esperaba encontrar, pero sin duda, lo encontré porque salí del lugar con esa agradable sensación de satisfacción.
– Ya es hora de irnos – dijo Eduardo cuando eran casi las 10:30 de la noche y el bus que nos dejaría en el edificio de la Sociedad de Beneficencia Pública de Lima, en el jirón Carabaya, estaba a punto de partir. Había que apurarse, era el último de los buses.

Una vez arriba y con los asientos asegurados, Franco, Eduardo y yo empezamos a recordar lo que nos decía Rodolfo, nuestro fugaz guía. Un hombre regordete que parecía haber vivido siglos enteros en el cementerio, pues tenía mucho para contar.
– La gente viene al cementerio a ver sobre todo a los héroes y también a los que ellos consideran santos. Por ejemplo, en el pabellón de niños está “Ricardito”, un niñito que cumple pedidos, dicen. La gente le lleva juguetitos, le prende velas y esas cosas. Yo nunca le he pedido nada – confiesa Rodolfo. Así como también nos contó que las tumbas y nichos están ordenados, en su mayoría, por los años en que sus ocupantes fueron enterrados. “La tumba más antigua de todo este campo santo es la de Doña María de la Cruz. Ella fue enterrada en 1810, más o menos dos años después de que inauguraran el cementerio”.

También recordábamos cuando Oscar, un historiador que había venido desde Cusco. Nos contaba sobre sus numerosas visitas al cementerio El Ángel y Presbítero Maestro. Decía que sentía como “un cariño especial” por ese sagrado lugar y que le encantaría pasar una noche en el frío campo santo para comprobar qué tanto de santo tiene. Lamentablemente, esto no está permitido.

Llegamos a la Beneficencia, bajamos del enorme bus, uno tras otro, en fila india. Caminamos un par de cuadras para tomar un taxi hasta mi casa. Volvíamos al inicio del juego prometiendo volver a jugarlo.
- Tenemos que volver al cementerio de todas maneras- dijo Pancho.
- Pero con un ron – acoté sutilmente antes de que los demás soltaran una carcajada que logró sonrojarme.

El cementerio Presbítero Maestro era un lugar abandonado, olvidado por quienes no tienen a algún familiar enterrado en el lugar. Fue por ello que la Beneficencia de Lima decidió emprender proyectos para el mejoramiento tanto estructural como funcional del cementerio. Hasta el momento se han realizado tres proyectos, uno de los cuales se lleva a cabo el último jueves de cada mes a partir de las 8 de la noche: tour “Noches de luna llena”. El dinero recaudado supone un ingreso que va dirigido a la refacción y mantenimiento de las diferentes esculturas y mausoleos del lugar que, desde 1999 es considerado un museo. Un museo de misterios y emociones, una mezcla de ingenio con la muerte. Un no sé qué que lleva a sentir escalofríos apenas cruzas la puerta de entrada, aquella puerta que divide nuestro mundo de el de ellos, los muertos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario